La anciana llevaba una hora buscando el calcetín rojo. Era la otra parte de su único par de medias de lana. Se le congelaban los pies en aquella casona vacía.
– Está soplando el mono – se dijo a sí misma mientras se inclinaba para mirar por la ventana.
Las palmeras del patio se sacudían con ritmo, amenazaban con tirarse a la piscina.
– Si tan solo pudiera encontrar la dichosa media de lana.
Llevaba días con moquera y unos tembleques le hacían rechinar los huesos. El médico la había encontrado tan alerta y saludable la última vez que la vio que le había suspendido el medicamento para el colesterol y prohibido que comenzara a tomar algo para la memoria (como ella insistía que le hacía falta).
– Estás entera – le dijo dicho aquella vez.
Tenía ocho hijos, vivía con uno de ellos. Según ella, la familia hallaba su equilibrio en la cantidad de hembras que luego aportara esa generación atestada de machos. Con una familia tan grande, la mujer había aprendido a expandir su corazón cada vez que alguien se lo quebrara, para así amarlos a todos, para darles cobijo cualquiera que fueran las circunstancias.
Ahora, dueña de una tierra que hervía todo el año, tiritaba. Buscó debajo de la cama, detrás del ropero, en la mesita que sostenía su televisor y la colección de pingüinos que le había regalado poco a poco, una de sus quince nietas. Nada, no había rastro de la media colorada.
El verano en su momento más enardecido, se tragaba a grandes sorbos el agua de la piscina. Ella mientras tanto, sin quererlo, se exiliaba al glacial de sus pingüinos de colección. La soledad se dedica a masajear la nostalgia, a despertar la inconformidad. Por eso la soledad es mala consejera.
– Necesito encontrar la dichosa lana de media.
No estaba decrépita. A veces confundía las palabras, sustituía unas por las otras. Buscó entonces encima de la máquina de coser, dentro de sus gaveticas repletas de agujas y carreteles de hilos de todos los colores; detrás de los retratos de familia; debajo del cojín de su sillón. Nada, ni la lana, ni la media, ni la roja. Ya había descartado la posibilidad de ponerse otro par. “Mucho tiempo buscándola”, pensaba, “no quisiera volver a empezar”.
Un poco de capricho mezclado al recuerdo de sus tibias ovejas rojas, le impidieron conformarse. La nieta de los pingüinos se las había traído de Canadá, como souvenir, junto con una botella de sirope de arce. Por eso eran tan buenas. El sirope se había acabado, aunque con gusto lo hubiera guardado sin usar con tal de preservarlo pero su hija le había dicho que le debían estar comenzando los sentimentalismos de la vejez y que la comida no se guardaba de recuerdo. Las medias por suerte, aún le quedaban.
– Es que esa lana es remedio santo para estos pies pasmados de frío.
Salió del confinamiento de su cuarto, exploró los baños y la sala. No acostumbraba a andar mucho. La soledad era más densa en el resto de la casa, así que cada mañana acumulaba cuanta comida podía en su cuarto y no volvía a salir hasta el día siguiente.
- ¡Ay, la cocina!
Bingo. Encontró el calcetín en el congelador. Cuidadosamente lo sujetó, lo regresó a su pareja y esperó a que se equilibraran las temperaturas. Se sentó en la cama y con el trabajo correspondiente a 85 años de achaques, se las puso. Una a una, poco a poco. Ya equipada con su su colcha y sus lanas, arrecostó la cabeza y le permitió al frío abarcarla.